jueves, 22 de abril de 2010
Se dice.
Sabía que era probable que no estuviera; es más: sabía que no era más que un rumor, pero él prefería intentarlo. Las calles, oscuras ya, recogían los ruidos y luces del día; las únicas señales de vida en este paraje de San Luís eran la música de la cantina y los graznidos de gallos en la tienda. El pueblo envuelto por la luna. Y el último tren avanzó, llevándose con él, una cortina de tierra y una fotografía en su memoria. No había señales de ella a la vista. No había estaciones de radio y su iPod se había quedado sin batería. No había más calor que el producido por su cigarro.
En la esquina del parque, donde está estacionado, observa una caceta telefónica. Aquí no hay señal, ya la ocupare, pensó. El tabaco ya no le satisface. De su bolsillo izquierdo saca una pequeña pipa de metal color morado. La marihuana hará su efecto siete bocanadas después. El frío de San Luís y la Sierra Madre le hacen pensar en Monterrey. En Monterrey y en su perro encadenado; pero esencialmente pensó en el clima cálido y en la última conversación que tuvo con Manuel. Por eso ahora estaba en un frío y solitario parque. Por eso agarro la pistola que compró por si un día tendría que enfrentarse a un sicario -o al ejercito, porque no, uno nunca sabe-. Salio por la tarde.
- Tienes que tomar la autopista, cómo si fueras para Real, pero no, es más delante; es un pedazo de tierra olvidado por todos. Menos por gente como nosotros. De allí le das pa’llá. No tiene pierde, es como una plaza, sin nada dentro de, sólo casuchas y algunos negocios alrededor. Ve en la noche, es mejor así.
Manuel, antes de que Javier partiera, trato de ser lo más exacto posible: y lo logro. Ahí estaba, sentado afuera de su auto, en una banca, recién llegado de la Sultana del norte, esperando. Esperando. La mois ya había hecho su efecto. Javier no soltaba el reloj de su mano, mientras con la otra, mantenía su nuevo cigarro en el aire. 12:40. Samuel dijo que quizás ella llegaría como a la 1:30. Es cuestión de suerte, así que no me pidas cuentas. Javier espera, espera.
Ve salir a dos hombres borrachos de la cantina. Uno le da un beso en la boca al otro. Siguen riendo. Avanzan. El que recibió el beso, le propina terrible golpe a su acompañante, dejándolo en suelo. Su cabeza cae al mismo tiempo que la ceniza del cigarro. Javier suelta el humo de su boca mientras los dos borrachos siguen su camino; pero ya no están abrazados: prefieren la inseguridad del tambaleo.
- Manuel, no me estás jodiendo,¿o sí?
- Mira, yo sé lo que hay ahí de buena fuente. Conocí a dos weyes en el desierto que está luego luego por ahí. Eran una pareja; como yo, buscaban peyote. Ellos me contaron como está el asunto. La describían así, mujer cana, pero no anciana; aperladita. Como se viste es otra cosa, hay quien dice que lleva un vestido negro, o hasta un zarape o una camisa del Necaxa. Ellos me dijeron que la vieron con un vestido.
La brisa del viento mueve su cabello. Sentado en una banca. Sólo.
- Joven ¿tiene fuego?
1:30
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Aún incompleto, espero terminarlo pronto.
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