- ¿En verdad estamos seguros? No hay tiempo. Ya casi amanece.
Aureliano Buendía seguía tapado del rostro con un trapo viejo y sucio por la tierra y el viento.
- Es el único lugar al que podíamos llegar ahora, Coronel. Los tiempos no son buenos. Pronto empezara a llover y, en noches como estas, cuando el cielo se pone ámbar y salen juntos la luna y el sol, es mejor no estar expuestos. Se lo digo, es el único lugar dónde podré llevarlo.
El soldado llegó hasta la puerta de la casa identificando las señales que conocía desde niño: el olor a vinagre de manzana que fue imposible quitar; la perilla oxidada; la madera hueca y fofa, húmeda al contacto. Aquí era. Regresaba casi treinta años después de la última vez. La tienda de Clotilde Armenta. Tocaron la puerta.
Al abrirse, salió una mujer encorvada y cana por la edad. El soldado se quito el sombrero y habló:
- Buenas noches, doña Clotilde.
La mujer dudó un segundo antes de colocar la mano izquierda sobre su boca. Era el mismo, con una mirada que delataba soledad y tristeza, pero con el mismo aire que cuando lo conoció.
- ¿Pedro Vicario? Pero …
- No hay tiempo, mujer, persiguen al Coronel Aureliano Buendía.
- Los conservadores han tomado casi todos los frentes; aún controlamos el centro y algunos pueblos en el sur. Pero hemos perdido casi todo nuestro terreno en el norte; y lo peor, hemos perdido dos puertos.
Pedro Vicario se sentó a su lado.
- Coronel, lleva ya veinte días sin comer nada, déjeme le digo a Clotilde que nos prepare algo.
El olor a vinagre de manzana, que inundaba la entrada, también estaba presente en toda la casa; como un piquete directo al olfato. Clotilde regreso con una barra de pan viejo, una botella de vino y varias latas sin etiqueta.
- Disculpen lo poco que puedo ofrecerles. Nadie volvió a comer desde el funeral.
- No se apure, Clotilde. –Pedro Vicario extendió su brazo izquierdo hasta tocar el hombro de la mujer- Muchas gracias por todo. Por cierto el funeral fue muy bonito, debe ser el último al que fui.
Comieron en silencio. Aureliano sacó un paquete con tabaco y una fina y delgada hoja de papel para envolverlo. El aroma a vainilla le recordaba a Macondo.
- Digame, Vicario –dijo el Coronel al tomarse el último vaso de vino- ¿es éste el pueblo que tanto decía; de donde tuvo que salir huyendo?
- Si, Coronel, hace casi treinta años tuve que salir del pueblo después de pagar mi condena. Nunca había regresado, hasta ahora. Sólo volví una vez, hace varios años. Mi madre quiso regresar por última vez y estuve con ella. Una buena mujer, murió desangrada por pincharse un dedo; jamás cicatrizo.
Clotilde se levantó y recogió los restos de la comida.
- Hace poco vino a visitarme. Dice que está más unida que nunca con la mamá de Santiago. Ella me advirtió que probablemente vendrías, pero no le hice caso. Y mírate, aquí estás.
Pedro Vicario, ausente del mundo y de si mismo empezó a tiritar. Su voz se hizo más profunda; en sus ojos podían verse los años de inquietud, y en su rostro una sabiduría precoz para su edad.
- Es muy triste ver como poco a poco todos se van muriendo. Yo realmente ya no guardo rencor contra nadie; la muerte también te hace más sabio. Cuando vine con mamá me tope con Santiago. Lo vi en la puerta de su casa, jugaba baraja. Seguía con los intestinos de fuera.
- Ay, Pedrito, así están las cosas, bien jodidas. –Clotilde le pide un cigarro al Coronel quien se lo da al instante –En el pueblo ya casi no queda nadie; es triste ver como poco a poco todos se van o envejecen; o mueren, como nosotros. Como si después que Pablo y tú se fueron le hubiera caído una maldición. Quizás lo merecíamos, fue nuestra culpa que Santiago muriera y que pese a eso sigua aquí; como un escarmiento. Y no creas que no me entere de tu muerte, tu madre te lloró por años. Lo bueno fue que ya estaba del otro lado, no hubiera aguantado.
- Fue por una traición. Me dispararon por la espalda. Quizás era justo que muriera así. Si viera que hasta ahora puedo estar en paz conmigo mismo y con Nasar, fijese como la muerte nos …
Y su voz quedó en el aire. El sonido del reloj despertó al Coronel Aureliano Buendía que seguía en la mesa donde cenó la noche anterior. No había nade más que él en esa casa. El sol se asomaba por la ventana, y el polvo acumulado de años de abandono se hizo visible. La voz de Pedro retumbaba aún en sus oídos, y el cigarro que le tendió a Clotilde Armenta, estaba en el suelo, consumido hasta la mitad.
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Hecho a la carrera pero me gustó. Quizás Gabo me pegaría. Quien sabe.